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A 44 años de la primera ronda

A 44 años de la primera ronda

El 30 de abril de 1977, hace 44 años, se realizó la primera ronda de las Madres de Plaza de Mayo. Se juntaron para reclamar por la desaparición de sus hijos. La policía les impidió reunirse, argumentando que un decreto establecía el estado de sitio y estaban prohibidas las reuniones. Les dijeron; "Circulen, circulen"... y ellas circularon. En esta nota un relato en homenaje a cargo del consejero escolar, Ricardo Nader.

ronda

Luego de lavar el último plato, secó rigurosamente cada cubierto, con el paño suave y amarillo. Cucharas, tenedores, y cuchillos. Siempre lo había hecho en ese orden. No era estricta, ni obsesiva, simplemente era una costumbre qué llevaba de joven. Cómo una de esas prácticas qué se dan casi sin pensar, ni con explicación coherente. No estaba ni bien, ni mal, sencillamente se daba así. Era una práctica mecánica. La espontaneidad transformada en rutina.

Después llegó el turno de los vasos y las tazas para llegar nuevamente a las porcelanas blancas qué tenía cómo regalo de su casamiento: los delicados y elegantes platos recién lavados, y escurridos sobre el porta vajillas de plástico verde agua. La labor estaba finalizada. Ya mañana era el turno de su esposo. Esa costumbre también la acompañaba desde hacía décadas… Un día cada uno… Una linda y justa costumbre. A continuación se secó las arrugadas y cansadas manos. Se sentó nuevamente a la mesa, antes repasada por la rejilla qué aún descansaba sobre el mantel a cuadrillé rosa y blanco. La silla sintió su peso. El desgano se apoderó de su cuerpo. Y las lágrimas brotaron tan mecánicamente cómo el secado de la vajilla. La extrañaba demasiado. La necesitaba cómo a nadie más. Se sentía culpable... sin saber de qué. Daría su propia vida por volver a tener a su chiquita en brazos. Por acariciarla. Por jugar con su lacio y castaño cabello. Por verse reflejada en sus ojos color miel. Por escuchar su dulce voz. Por sentir sus suaves manos. Por verla entrar por la puerta cada tarde, con su mochila de cuero marrón, su bandana azul, y sus cuadernillos rojos a lunares celestes. Siempre había sido muy inquieta, desde bebé. La más inquieta y rebelde de los cuatro. La más consentida. La más inteligente. Y sin dudas la más emprendedora y valiente. Mientras se secó las lágrimas, con su pañuelo celeste, deseó con todas sus energías de qué no hubiese sido tan valiente.

 

Suspiró suavemente, ahogó una vez más la desazón y la amargura, y trató de no hacer ruido, con sus sollozos para no despertar a su esposo. El problema no era despertarlo de la siesta. El problema se centraba en no mostrarse débil frente a él. Ahora la más fuerte y sólida del hogar debía ser ella. Todos sufrían en silencio. Pero ella tenía la necesidad imperiosa de hacerlo más aún. Acallada. En penumbras. Sigilosamente. Casi cómo qué en otra dimensión. El hogar ya no era el hogar. Había mutado. Se había descascarado.

Acto seguido, se dirigió hacia la radio de la entrada de la casa. La encendió suavemente. El silencio la devoraba. El volumen apenas se divisaba entre las paredes. No parecía más sólido qué los rayos lumínicos que atravesaban las persianas bajas, a través de las cortinas de gasa pañalera. Pero era suficiente para acompañarla... Al menos durante la próxima media hora.

Cerró sus ojos claros, y le permitió a los tangos qué invadieran sus oídos, hasta dormirse cansadamente sobre el viejo sillón de cuerina verde y los almohadones a tono.

Soñó con ella. La vió cómo todas las tardes. Intentó hablarle y preguntarle cómo estaba. En dónde estaba. Pero sus palabras no podían pronunciarse. No tenían sonido. No tenían cuerpo. No llegaban a nacer ni a desprenderse de sus labios. La tristeza angustiante se apoderó nuevamente de ella. Se sintió ahogada y oprimida. Se sintió atada y prisionera de la impotencia y la intolerancia. Y ya no distinguió del sueño o de la realidad. Ya no diferenció sí estaba soñando o sí estaba despierta. El dolor lastimaba infinitamente.

Cuándo abrió sus ojos, y sintió el calor del Sol de la siesta sobre sus mejillas, vislumbró qué ya estaba despierta, pero qué el dolor persistía. Definitivamente, siempre persistía.

A su lado, sentado con los dedos de sus manos entrelazados y los ojos húmedos aún, estaba él. También había llorado. Ningún día era sencillo, pero los jueves, eran más difíciles aún. La abrazó y el llanto brotó nuevamente en los dos... hasta qué se transformó en amor. Siempre, todo, se transformaba en amor. Hasta el más drástico y sombrío de los dolores. El amor siempre salva, se dijeron con la mirada.

La tarde siguió con mates y tostadas bañadas en miel, hasta qué el reloj de la cocina, marcó las tres en punto.

Se acercaba la hora. Él la miró, pero no hizo reclamos. Ya estaba todo conversado, dialogado, debatido, y hasta discutido... pero también ya estaba consensuado. Una vez más, el amor le había ganado a la desesperanza, al miedo, al temor y principalmente a la desazón. El sweater de hilo marrón con cuatro botoncitos bordados, fue suficiente abrigo, por sí la brisa del final del verano asomaba antes de tiempo. Ese marzo era distinto. El viento antecesor del otoño parecía golpear con más violencia. Todo golpeaba con mayor violencia.

Una vez qué revisó el cambió en su monedero, colgó su cartera del hombro izquierdo, se despidió con un beso de Roberto y se dirigió a la parada de la esquina. Su destino no era lejano. Pero no tenía ganas de caminar dieciséis cuadras. Hoy no.

En menos de 10 minutos ya le estaba abonando el boleto local a Alfredito. Para ella siempre seguiría siendo Alfredito, aunque ya hubiesen pasado casi tres décadas de haber sido su maestra de cuarto grado. Y para el servicial chófer, más allá de los veintisiete marzos pasados, ella seguiría siendo su maestra. El trayecto fue ligero, pero pesado. En el coche local no había muchos pasajeros. Pero eran los suficientes para qué ella sintiera la indiferencia y la apatía en el ambiente. No sólo del micro. De la sociedad en general. Fue por eso qué hurgó en el interior de su cartera, la foto de ella. De su chiquita. De su Verónica. Y el amor la salvó una vez más.

Al llegar a la esquina indicada, bajó; no sin antes despedirse de su alumno y de enviarle saludos a su familia. Luego caminó una última cuadra. Y llegó al destino: la plaza principal del pueblo. Un pueblo de no más de cincuenta mil habitantes. De cincuenta mil almas qué parecían adormecidas en una siesta eterna. O mejor dicho casi cincuenta mil almas dormidas. No todas reposaban en la comodidad, la desinformación, el miedo, o la incredulidad.

Cruzo el verde paisaje, con suavidad, sigilosamente, casi cómo con vergüenza. Era una situación no antes experimentada, ni ensayada. Ojalá nunca la hubiese tenido qué vivir. Pero ella no elegía sus pasos. Sencillamente se sentía guiada por su ángel. El reloj analógico de pulsera, de cuero oscuro y agujas plateadas que contrastaban con la base gris, marcaban las tres y veinte. Era el momento.

Con pasos tímidos, pero al mismo tiempo, decidida y convencida, se aproximó a las dos mujeres que se encontraban sobre el centro de la escena, a metros del monumento qué homenajeada al fundador de la localidad. Sus miradas la invitaron a expresarse. La animaron a abandonar el silencio. La abrazaron a la distancia. Tenían mucho en común. Una causa las hermanaba.

Sintió la garganta seca, se aferró nuevamente a la fotografía qué ya no había vuelto a guardar. Tomó aire y con voz resquebrajada expresó: - “He escuchado de ustedes dos. Soy la mamá de Verito. Tiene veintitrés y la extraño mucho”. La presentación no fue compleja ni extensa. Sencillamente describió los términos necesarios. Sí los hubiese elegido con anterioridad, no lo podría haber hecho mejor. Las receptoras de la presentación la abrazaron y lloraron junto a ella.

Luego se incorporaron y le indicaron colocarse en una desprolija e improvisada hilera, cómo una locomotora a punto de emprender un nuevo viaje, cómo el maquinista de un tren qué corrobora qué los vagones estén ordenados y listos para iniciar el recorrido. Estas mujeres eran más poderosas y emprendedoras qué la más potente de las locomotoras. Qué la más enérgica, sólida y potente de las naves.

 

Antes de incorporarse a la serie, Leonor sacó de su cartera un bulto cubierto de papel. Lo desmenuzó delicadamente y levantó tres lienzos blancos, prolijamente bordados en sus cuatro laterales, y con una paloma pequeña, casi diminuta, de color celeste, sobre uno de los rincones.

 

-"A Verito le encantaba bordar palomas… - Para ella el arte y la libertad eran una sola expresión. Pensé que los podríamos usar para diferenciarnos", susurró dulcemente Leonor, cómo pidiendo permiso. Las otras dos mujeres asintieron con su cabeza. Después de varias semanas en la plaza, ya no eran sólo dos.

 

No sólo se sumaba otra luchadora, también nacía una identidad.

 

Una vez qué los pañuelos fueron repartidos y cada una se lo colocó sobre su cabello, una leve llovizna acompañó el inicio de la ronda. Y las tres, sin tener la necesidad de volverse hacia atrás para devolverse las miradas, comprendieron qué ese reclamo silencioso y punzante, qué esa denuncia incómoda y rebelde, qué esa ronda pacífica y dulce, era mucho más qué un suplicio tormentoso de incógnitos e interrogantes. Y más firmes qué nunca, continuaron marchando.

Ricardo Nader.